Pagué a más y más trovadores para escuchar en la fría Gran Bretaña, más y más leyendas que rozaban el sacrilegio. Pagué por saber e idealizar a una mujer que mi corazón deseaba ver. Me sentía embaucado por ella, sin haber llegado a cruzar una sola letra.
Decidí componerle un poema. Uno de esos acrósticos que nadie entendía. Lo lancé a los cielos y mis letras llegaron a Minsk para ser guardadas como una joya en su pecho. Este humilde judío había hecho blanco en la más grande de los Varegos.
Cuando en África se me dijo que a Bizancio debían de ir, supe que allí me esperaba la mujer de mis sueños. En mi interior había una voz que lo gritaba: yo era Moisés ascendiendo al Sinaí para alcanzar la Palabra de Yavhé. La digna sucesora de Wotan Telamónida me esperaba con la promesa de un amor cálido, frío y puro.
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