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sábado, 21 de junio de 2025

Jaluf, el Flautista - 03 En el que Jaluf el Flautista se ve, sin buscarlo ni entenderlo del todo, elevado a señor de Nisia, conoce a nobles fineses de honor incierto, y se ve empujado, con más desidia que gloria, a los umbrales de una guerra que no es la suya

 


03 En el que Jaluf el Flautista se ve, sin buscarlo ni entenderlo del todo, elevado a señor de Nisia, conoce a nobles fineses de honor incierto, y se ve empujado, con más desidia que gloria, a los umbrales de una guerra que no es la suya

Dicen que a veces la suerte elige a los menos dispuestos. Que la fortuna, borracha como una vieja mercenaria, se tropieza y le entrega las llaves del reino al primero que se le cruza, sin mirar si sabe usarlas.

Eso le pasó a Jaluf.

No se propuso ser señor de Nisia. Jamás soñó con tronos ni con banderas. Él solo quería un rincón donde dormir, una flauta para espantar la pereza y un plato que se llenara sin preguntar demasiado. Pero Nisia, tierra de mareas suaves y vientos lánguidos, le tomó cariño.

Y cuando el viejo amo de las tierras —que murió atragantado con un cangrejo en la peor de las soledades— dejó el cargo vacío, la gente miró alrededor y, como quien elige al menos problemático, señalaron a Jaluf.

—Toca bien, no roba, y siempre paga tarde, pero paga —dijo el tabernero, que en aquellos lares era palabra de ley.

Y así, sin más ceremonia que un sombrero nuevo y un brindis apresurado, Jaluf se encontró con la vara de señor colgándole y una docena de llaves que no sabía dónde encajaban.

—Un buen señor es aquel al que no le sobra prisa ni le falta vino —decía mientras apoyaba los pies descalzos en la baranda del puerto.

Poco a poco, se ganó el respeto de los nisios, no por valentía ni por justicia —que no eran monedas que gastara mucho— sino por saber escuchar, por no imponer, y por preferir resolver los pleitos con una melodía en lugar de un filo.

Fue entonces cuando conoció a Loter, un noble finés de barba como zarzal y mirada de león cansado. De esos hombres que, bajo la piel de soldado, guardan un corazón de poeta.

Loter le habló de Finesia, de sus tierras nevadas, de los sauces que duermen con las raíces en el hielo, de las doncellas que tejen en las ventanas mientras los hombres combaten guerras que no comprenden. Y entre jarras y canciones, Jaluf trabó amistad con otros nobles: Silver el Silencioso, Moja de los Bosques, Qrytiandur el de brazos tiesos y Torpelius de la Estepa.

Eran buenos hombres. Buenos, al menos, como pueden serlo quienes visten espadas y cargan linajes.

Pero la paz es una brisa frágil y caprichosa. Y donde la brisa se va, la guerra entra como perro sin dueño.

Mia Tetifa llegó desde los confines del sur, con sus secuaces deshonrosos y sus pendones rotos, saqueando villas, profanando altares y empujando a los nobles fineses a defender lo que quedaba de tierra limpia.

Decían que Mia Tetifa era despiadada, que sus hombres no respetaban tregua ni palabra dada, y que su ambición era tan grande como su bajeza.

Y así, sin deberla ni temerla, Jaluf se vio metido en guerra.

No por gloria.

No por patria.

Sino porque cuando los lobos cercan la aldea, hasta el cerdo más perezoso entiende que es tiempo de afilar la flauta y calzarse las botas.

—No sé pelear, pero sé tocar —dijo, mientras enseñaba a los suyos canciones de marcha y ritmos de coraje. Porque un ejército sin música es como un barco sin viento.

Y Nisia, bajo su mando errante, comenzó a prepararse.

Como pudo.

Como siempre.

Con redes remendadas, con lanzas que más parecían cañas de pescar, con hombres acostumbrados a remar más que a batallar.

Pero con un señor que, aunque prefería la sombra a la espada, no estaba dispuesto a vender su tierra al mejor postor.

—Si vamos a perder, al menos lo haremos afinados —dijo Jaluf, mientras afilaba la boquilla de su flauta y observaba el horizonte, donde las velas enemigas comenzaban a asomar como dientes lejanos.

La guerra venía. Y aunque no era su guerra, sería su canción.

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