lunes, 23 de junio de 2025

Jaluf, el Flautista - 05 En el que Nilsia cae, los hombres de Jaluf enfrentan el sabor amargo de la derrota, y su señor —fiel a sí mismo— les propone la extraña victoria del vino, el canto y la supervivencia, confiando en que la fama alimenta más que las espadas

 


05 En el que Nilsia cae, los hombres de Jaluf enfrentan el sabor amargo de la derrota, y su señor —fiel a sí mismo— les propone la extraña victoria del vino, el canto y la supervivencia, confiando en que la fama alimenta más que las espadas

No todas las historias huelen a gloria.

Algunas, como la que voy a contar, apestan a humo, madera quemada y sopa agria.

Así olía Nisia cuando cayó.

La tomaron de noche.

Los vigías estaban dormidos —o jugando a los dados— y cuando el fuego comenzó a lamer los tejados, las campanas ya sonaban demasiado tarde. Mia Tetifa, esa fiera de mirada torva, entró por la puerta sur con sus secuaces y no dio tregua.

La gente huyó como pudo.

Los que resistieron fueron aplastados.

Y Nilsia, la tierra perezosa donde Jaluf había encontrado su rincón, fue saqueada como si nunca hubiera sido suya.

Jaluf lo vio desde lejos, desde una colina sin nombre —¿o si lo tenía?—, sentado en una roca, la flauta entre los dedos y el alma un poco más pesada de lo habitual.

No lloró.

Pero se le apagó, por un instante, el brillo de la siesta eterna.

—Se la llevaron —dijo, más sorprendido que triste—. Mira tú. Se la llevaron.

Sus hombres, los pocos que no habían muerto ni huido, se agruparon a su alrededor como perros sin sombra. Algunos lloraban. Otros se maldecían. No todos eran soldados. Había borrachos, curtidores veteranos, campesinos esmirriados, domadores de caballos, viejos de barbas blancas, y muchachos que habían empuñado lanzas más por aburrimiento que por convicción.

Muchos decidieron volver a sus casas, a sus campos pisoteados, a recoger lo poco que Mia Tetifa no había destruido.

—Lo intentamos, señor —dijeron—. Pero esto ya no es nuestra guerra.

Jaluf no los retuvo. Sabía que cada cual carga sus propios miedos y que no todos están hechos para la derrota.

Pero otros se quedaron.

¿Por qué? Quizás por costumbre. Quizás porque la alternativa era peor. O tal vez porque sabían que, cerca de Jaluf, siempre había un poco de vino, alguna melodía y, quién sabe, tal vez un milagro escondido en la próxima curva del camino.

—¿Y ahora qué? —le preguntó Veska, el más joven, con los ojos llenos de ceniza.

Jaluf se rascó la barriga, tocó una nota desafinada en su flauta y respondió con la sencillez de quien nunca se complica la vida:

—Ahora vivimos. Como siempre. Como podamos.

—¿Vivir de qué? Ya no tenemos ciudad. No tenemos tierras. No tenemos nada.

Jaluf sonrió, ladeando la cabeza como quien ya conoce la respuesta que los demás temen pronunciar.

—Tenemos fama. Y la fama es más dura que los muros. La fama, muchacho, llena mesas, abre puertas y cierra bocas. Somos los hombres del Flautista. Los que ganan sin pelear. Los que hacen huir ejércitos. ¿Tú crees que la gente de las riberas, de las llanuras, de los pasos del norte, no querrá invitarnos a sus mesas? ¿Alojar a los legendarios finlandeses ya sea por miedo o por respeto?

Los suyos lo miraron. Dudaron. Pero era una duda débil, cansada. La duda de quien ya ha perdido casi todo y se agarra a cualquier cuerda que no huela a muerte.

—Seremos huéspedes ilustres —continuó Jaluf, alzando su flauta como si fuera un estandarte—. Viajaremos, cantaremos, comeremos y beberemos a costa de nuestra propia leyenda. ¡Que las aldeas nos nutran y nos teman! Si la guerra nos ha quitado la casa, que nos pague al menos las copas.

Y así fue como el ejército sin ciudad se convirtió en una banda errante de músicos, cuentistas y bebedores, que recorría las tierras con la seguridad del que ha decidido que la derrota es solo otra forma de vivir.

En las riberas, cuando oían que Jaluf el Flautista se acercaba, las aldeas preparaban mesas, llenaban cántaros y dejaban las puertas entreabiertas.

Unos por respeto.

Otros por miedo.

Y todos, sin saberlo, alimentando la leyenda del cerdo que nunca ganó una guerra, pero tampoco la perdió.

Porque, al fin y al cabo, ¿quién se atreve a negar comida a quien llega con fama y armas a la puerta de tu casa?

Jaluf tocaba, bebía y reía.

Y mientras sus hombres se dormían bajo las estrellas, él miraba al norte, hacia la lejana Nilsia, y murmuraba para sí:

—Quizás no la defendí bien. Quizás no la merecía. Pero mientras la recuerde, no podrán quitármela del todo.

Después, se acurrucaba entre sus mantas, se tapaba hasta las orejas y soñaba con lo único que siempre había sabido hacer: vivir sin prisa.

domingo, 22 de junio de 2025

Jaluf, el Flautista - 04 En el que Jaluf, más por empeño ajeno que por virtud propia, combate sin ganar, sobrevive sin quererlo y se enfrenta, entre equívocos y desastres, a los secuaces de Mia Tetifa, creyéndose vencedor de una guerra que otros pelean por él

 

04 En el que Jaluf, más por empeño ajeno que por virtud propia, combate sin ganar, sobrevive sin quererlo y se enfrenta, entre equívocos y desastres, a los secuaces de Mia Tetifa, creyéndose vencedor de una guerra que otros pelean por él

En la guerra, como en las tabernas, hay quienes entran con paso firme y mirada torva, buscando el filo y la sangre. Y hay quienes, como Jaluf, tropiezan con el umbral, preguntan si aún sirven vino y terminan en el centro de la refriega sin saber muy bien por qué.

A Jaluf nunca se le dio bien eso de liderar tropas. La estrategia le aburría, las formaciones le parecían un capricho innecesario, y las órdenes las olvidaba a la velocidad con que vaciaba una jarra. Sus hombres, los de Nilsia, tampoco eran soldados de bandera. Borrachos, curtidores, viejos con las rodillas vencidas y la espalda torcida. Gente buena, sí. Gente valiente, quizás. Pero marcialidad, ninguna.

Y sin embargo, la leyenda creció.

Porque Jaluf, sin saberlo ni proponérselo, comenzó a ser temido.

Todo por culpa del azar, de la torpeza, y de cierta tendencia a llegar siempre tarde a todas partes.

El primer encuentro con los secuaces de Mia Tetifa (Zhalm el Negro y Ali el Calvo) debía ser una escaramuza sangrienta. Las fuerzas se esperaban al alba, pero Jaluf confundió la colina sur con la norte, tomó el camino equivocado y llegó al campo de batalla al atardecer, cuando el enemigo, aburrido de esperar, se había retirado convencido de que la maniobra era una trampa.

—Han huido de nosotros —declaró Jaluf, con la flauta al cinto y la barriga satisfecha de pan y queso —. Deben haber escuchado de mi fama.

Sus hombres lo miraron, incrédulos, pero entre risas y aliviados por seguir vivos, comenzaron a creer que quizás, solo quizás, su señor tenía una suerte que parecía magia.

La segunda vez fue aún más gloriosa.

El ejército de Mia Tetifa sitió un pequeño castillo que pertenecía a Mantas Loter. Jaluf, con sesenta hombres desordenados y un mapa manchado de sopa, marchó al rescate. Por el camino se detuvo a recoger setas, se entretuvo enseñando una canción nueva a sus arqueros y perdió medio día discutiendo con un viejo sobre la calidad de sus botas. No las de calzar, si no las de vino.

Cuando finalmente llegaron, encontraron el castillo vacío y todos los muertos que uno se podría imaginar.

Mia Tetifa se había movido la noche anterior tras conquistar el lugar con éxito.

Jaluf, por supuesto, creyó que había sido su reputación la que había ahuyentado a la infame guerrera. 

—No siempre es necesaria la espada cuando uno sabe soplar bien la flauta —dijo, hinchando el pecho mientras sus hombres lo vitoreaban.

Otra vez, Zhalm, intentó tenderle varias emboscadas, pero Jaluf, naturalmente, se perdía constantemente; ora en el bosque siguiendo el vuelo de un petirrojo ora desvió del camino principal. Pocas veces llegaron a cruzarse espadas entre unas tropas y otras, al menos estando presente Jaluf… que estaba siempre en constante y desastroso movimiento.

—Qué inteligentes somos —dijo Jaluf mientras mordisqueaba una manzana—. Les damos miedo. Es imposible que se enfrenten cara a cara a nosotros.

Así fue, una vez tras otra.

Nunca ganaba un solo combate, pero nunca era derrotado totalmente. La guerra avanzaba, las aldeas caían, los enemigos avanzaban, y la fama de Jaluf crecía, tejida con el hilo invisible de la casualidad y los errores afortunados. Con noticias días tras día de sus camaradas cayendo unos a uno o combatiendo como grandes héroes.

Hasta que Mia Tetifa, harta de enviar secuaces y perder plazas, decidió enfrentar a Jaluf en persona. Pero iba a buscarle donde no estaba ni pensaba estar: Nilsia.

sábado, 21 de junio de 2025

Jaluf, el Flautista - 03 En el que Jaluf el Flautista se ve, sin buscarlo ni entenderlo del todo, elevado a señor de Nisia, conoce a nobles fineses de honor incierto, y se ve empujado, con más desidia que gloria, a los umbrales de una guerra que no es la suya

 


03 En el que Jaluf el Flautista se ve, sin buscarlo ni entenderlo del todo, elevado a señor de Nisia, conoce a nobles fineses de honor incierto, y se ve empujado, con más desidia que gloria, a los umbrales de una guerra que no es la suya

Dicen que a veces la suerte elige a los menos dispuestos. Que la fortuna, borracha como una vieja mercenaria, se tropieza y le entrega las llaves del reino al primero que se le cruza, sin mirar si sabe usarlas.

Eso le pasó a Jaluf.

No se propuso ser señor de Nisia. Jamás soñó con tronos ni con banderas. Él solo quería un rincón donde dormir, una flauta para espantar la pereza y un plato que se llenara sin preguntar demasiado. Pero Nisia, tierra de mareas suaves y vientos lánguidos, le tomó cariño.

Y cuando el viejo amo de las tierras —que murió atragantado con un cangrejo en la peor de las soledades— dejó el cargo vacío, la gente miró alrededor y, como quien elige al menos problemático, señalaron a Jaluf.

—Toca bien, no roba, y siempre paga tarde, pero paga —dijo el tabernero, que en aquellos lares era palabra de ley.

Y así, sin más ceremonia que un sombrero nuevo y un brindis apresurado, Jaluf se encontró con la vara de señor colgándole y una docena de llaves que no sabía dónde encajaban.

—Un buen señor es aquel al que no le sobra prisa ni le falta vino —decía mientras apoyaba los pies descalzos en la baranda del puerto.

Poco a poco, se ganó el respeto de los nisios, no por valentía ni por justicia —que no eran monedas que gastara mucho— sino por saber escuchar, por no imponer, y por preferir resolver los pleitos con una melodía en lugar de un filo.

Fue entonces cuando conoció a Loter, un noble finés de barba como zarzal y mirada de león cansado. De esos hombres que, bajo la piel de soldado, guardan un corazón de poeta.

Loter le habló de Finesia, de sus tierras nevadas, de los sauces que duermen con las raíces en el hielo, de las doncellas que tejen en las ventanas mientras los hombres combaten guerras que no comprenden. Y entre jarras y canciones, Jaluf trabó amistad con otros nobles: Silver el Silencioso, Moja de los Bosques, Qrytiandur el de brazos tiesos y Torpelius de la Estepa.

Eran buenos hombres. Buenos, al menos, como pueden serlo quienes visten espadas y cargan linajes.

Pero la paz es una brisa frágil y caprichosa. Y donde la brisa se va, la guerra entra como perro sin dueño.

Mia Tetifa llegó desde los confines del sur, con sus secuaces deshonrosos y sus pendones rotos, saqueando villas, profanando altares y empujando a los nobles fineses a defender lo que quedaba de tierra limpia.

Decían que Mia Tetifa era despiadada, que sus hombres no respetaban tregua ni palabra dada, y que su ambición era tan grande como su bajeza.

Y así, sin deberla ni temerla, Jaluf se vio metido en guerra.

No por gloria.

No por patria.

Sino porque cuando los lobos cercan la aldea, hasta el cerdo más perezoso entiende que es tiempo de afilar la flauta y calzarse las botas.

—No sé pelear, pero sé tocar —dijo, mientras enseñaba a los suyos canciones de marcha y ritmos de coraje. Porque un ejército sin música es como un barco sin viento.

Y Nisia, bajo su mando errante, comenzó a prepararse.

Como pudo.

Como siempre.

Con redes remendadas, con lanzas que más parecían cañas de pescar, con hombres acostumbrados a remar más que a batallar.

Pero con un señor que, aunque prefería la sombra a la espada, no estaba dispuesto a vender su tierra al mejor postor.

—Si vamos a perder, al menos lo haremos afinados —dijo Jaluf, mientras afilaba la boquilla de su flauta y observaba el horizonte, donde las velas enemigas comenzaban a asomar como dientes lejanos.

La guerra venía. Y aunque no era su guerra, sería su canción.

viernes, 20 de junio de 2025

Jaluf, el Flautista - 02. En el que Jaluf, caminando sin buscarlo, encuentra a su hermano Jazir el Violinista, y entre copas, acordes y memorias, el pasado asoma

 



02. En el que Jaluf, caminando sin buscarlo, encuentra a su hermano Jazir el Violinista, y entre copas, acordes y memorias, el pasado asoma

Nunca se propuso ir tan lejos.

Jaluf —que no creía en mapas, brújulas ni madrugadas— despertó una mañana en una carreta prestada, cubierto de sacos de cebada y con el aliento dulce de un aguardiente que no recordaba haber bebido. Le dolían las costillas, tenía la flauta enredada en el cinto, y un perro dormía sobre sus patas sin que ninguno de los dos pareciera saber el por qué.

— ¿Dónde estamos?

—Cerca de Minsk —respondió un labriego con los ojos hundidos y las manos tan grandes que parecían hechas para arrancar árboles de cuajo.

Y así fue como llegó, sin quererlo ni evitarlo, a ese rincón de la vieja Europa donde el viento tiene acento eslavo y los caminos parecen eternamente cansados. No había buscado nada, como siempre, pero algo se le instaló en el pecho con la persistencia de los recuerdos no resueltos.

Allí, en una posada de techo bajo y sopa espesa, lo encontró.

O más bien, fue él quien lo encontró a Jaluf, porque su hermano Jazir jamás dejaba nada al azar. Alto, delgado como una cuerda tensada, con el violín colgado a la espalda como quien lleva un destino, y los ojos clavados en los demás como si pudiera leer en sus gestos lo que no decían.

—Hermano —dijo Jazir, con esa voz suave que nunca se alteraba, ni siquiera cuando lo rodeaban lobos o tempestades—. Pensé que estarías muerto. O dormido. Que en ti viene a ser lo mismo.

—Y yo pensé que seguirías prestando oro para reyes o tocando tus infernales melodías a las vacas. Me alegra ver que te sigan pagando por hacer sufrir tanto a las cuerdas del violín.

Rieron, como solo ríen los que comparten una infancia de barro y madrigueras. No se abrazaron, porque los cerdos, aun los que hablan y componen baladas, no son dados a los gestos de dulces. Pero se sentaron juntos, pidieron vino —malo, pero caliente— y compartieron pan y queso como buenos hermanos.

Esa noche hablaron largo y tendido…

Recordaron a du hermano el mayor que los guiaba con voz grave, de la madre y su hocico cansado, del campo donde soñaban con ser cualquier cosa menos comida. Hablaron sin mentiras, porque entre hermanos la mentira no sirve más que para adornar lo que ya se sabe. Jaluf habló poco; Jazir, aún menos. Pero entre cada trago y cada pausa, tocaban. Primero el violín, agudo y firme, luego la flauta, perezosa y dulce, y luego ambos, como si entre los dos tejiesen una melodía antigua que ya nadie recordaba, pero que vivía en sus patas y en suscostillas.

En Minsk, nadie los conocía.

Pero esa noche, bajo un techo de madera ahumada, los viajeros que dormían en la posada soñaron con bosques lejanos y madrigales de infancia. Y alguno juró haber visto, en la penumbra, a dos sombras tocando junto al fuego como si no hubieran hecho otra cosa en la vida.

Antes del amanecer, Jazir sacó una pequeña libreta de cuero, deshilachada por los bordes, y escribió unas líneas sin que Jaluf pudiera verlas. Luego guardó el violín, se puso en pie y, sin más ceremonia que una mirada larga, dijo:

— Es un pagaré. Haz crecer tu fortuna en Nisia. Convierte ese lodazal finés en una próspera tierra.

Y se fue.

Jaluf quedó solo, la flauta en la mano y una canción sin terminar en la cabeza. Afuera, comenzaba a nevar.

Pero él no tenía prisa.

Ni casa.

Ni rumbo.

Solo esa melodía nueva, que sabía a hogar.


jueves, 19 de junio de 2025

Jaluf, el Flautista - Canción Dedicada a Finlandia


Oh tierras de Finesia, de claros y espesuras,

donde la nieve besa los tejados en penumbra.

Mis hermanos os buscan con ansias y ternura,

mas yo os sueño de lejos, desde esta playa y su espuma.

Allá sopla el silencio, helado entre los pinares,

acunan los alces lentos los vientos ancestrales.

Y hay mujeres que hilan con manos de marfil,

mientras canta en la estufa el leño sutil.

Yo bebo en la costa donde nunca hiela el suelo,

y en lugar de nieve tengo cielo tras cielo.

Pero el alma —a veces—, como flauta sin brisa,

susurra una nota que viene de Finesia.

¿Será que el destino, con dedos de tahúr,

marcó a cada cerdo su estrella y su sur?

Uno labra en piedra, otro caza en la escarcha,

y yo canto mentiras que el ron nunca ensancha.

Mas si un día el viento cambia de camino,

y me lleva a esas tierras de abeto y de vino,

les diré que llegué por azar, sin promesa,

con la flauta en la boca y el alma traviesa.

— Jaluf, el Flautista.


miércoles, 18 de junio de 2025

Jaluf, el Flautista - 01. Érase una vez…o En el que Jaluf, el Flautista, nos habla de cerdos errantes y de la sombra tibia de la holganza



01. Érase una vez…o En el que Jaluf, el Flautista, nos habla de cerdos errantes y de la sombra tibia de la holganza


—No todos los cerdos nacimos para levantar casas —decía Jaluf, recostado a la sombra de una vela mal remendada, con la flauta entre los dientes y la barriga al sol, como si el mundo le debiera una siesta eterna.

Así comienza el relato del tercero de aquellos tres hermanos, a quienes los cuentos de comadres y nodrizas han vuelto leyenda. Pero nadie les dijo que Jaluf, el menor, jamás tuvo el alma para el esfuerzo ni el lomo para el trabajo. Que mientras sus hermanos se dieron a trabajar con diligencia, él prefirió tocar su flauta, silbarle al vino y mirar a las mozas desde las sombras de los puentes. ¡Oh, las mozas! Bendita perdición…

— El arte de vivir está en saber cuándo no hacer nada —proclamaba mientras afilaba con una navaja la boquilla de su instrumento.

Sus hermanos se marcharon del hogar un día de mayo. Uno, el mayor, hacia Francia en busca de construir hermosos templos. El otro, más ligero de patas, tomó rumbo a las couad des del mundo, siguiendo sueños de oro. Jaluf, en cambio, no marchó por decisión, sino por el azar.

Una noche de luna turbia, tras una disputa con el tabernero por unas cuentas de vino que ni él ni sus amigas de una noche pensaban pagar, Jaluf acabó embarcado —medio por engaño, medio por embriaguez— en un navío de velas rotas y tripulación más dispuesta al juego de dados que a la navegación. Fue así como arribó a Nisia, tierra de gente con más callos que palabras, donde el aire huele a sal y a sopa de cangrejo. Donde ni el más vago podría medrar sin ingenio alguno.

Y allí se quedó.

Nisia no pide prisa, ni honra, ni casa fuerte. Basta con saber cuándo reír, cuándo dormir y cuándo tocar una nota triste bajo el cielo rosado del anochecer. Jaluf halló su sitio en una esquina del mundo, flauta en mano. Sin pasado ni intención de futuro, como buen vago con vocación. Pero empezando a plantearse medrar entre truhanes y gente laboriosa.

Y a veces —solo a veces, muy pocas a decir verdad— se asoma al recuerdo de sus hermanos. Pero como el humo que se pierde en el viento, la nostalgia apenas le roza. Porque, como él mismo dice, la vida es breve y el descanso largo, y no hay razón para apurarlo.