Pero lo que más le dolió había sido la fractura de la propia Iglesia entre quienes decían servir a Dios y quienes se llenaban la boca de buenas intenciones. Él que había sido elegido por Dios como su representante terrenal para acercar el Reino de los Cielos sentía su fracaso como una losa.
Basilio, su viejo escriba tenía las manos negras de tantas palomas enviadas buscando la salvación del buen Reino de Asturias y León. Ahora se acercaba con varios documentos entre sus manos.
Los depósito en una mesa.
Me cuesta leer — Atenodoro II meneó su mano cansada —.
Son mapas de vuestro antepasado religioso Francisco Telamónida. En ellos delimitó tierras y ciudades que pertenecieron a vuestra Casa.
No me interesa — se levantó para ver las cartas cerradas sobre el Reino Asturleonés —. Estamos en una guerra... — en aquel legajo estaba la peor de las noticias —. Syro... Ha muerto.
Basilio se persignó.
Debemos volver.
Así será.
Entonces, como siempre atento a todo lo que sucedía en aquella habitación, apareció Sir Enzo.
No habéis leído todo el correo — señaló un pergamino lacrado con el escudo de Hablavientos —. Para que haya paz debéis exiliaros a Roma. Eso piden...
Atenodoro II cayó desvalido en el suelo, pensó que le daba uno de sus ataques místicos. Sus dos fieles Consejeros corrieron a sujetarlo.
Basilio, esos mapas... Revisa esos mapas... En algún lugar los de mi Casa fueron felices. Allí... — apenas un hilo de voz — allí…serviremos a Dios. Mi dios...
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