viernes, 20 de junio de 2025

Jaluf, el Flautista - 02. En el que Jaluf, caminando sin buscarlo, encuentra a su hermano Jazir el Violinista, y entre copas, acordes y memorias, el pasado asoma

 



02. En el que Jaluf, caminando sin buscarlo, encuentra a su hermano Jazir el Violinista, y entre copas, acordes y memorias, el pasado asoma

Nunca se propuso ir tan lejos.

Jaluf —que no creía en mapas, brújulas ni madrugadas— despertó una mañana en una carreta prestada, cubierto de sacos de cebada y con el aliento dulce de un aguardiente que no recordaba haber bebido. Le dolían las costillas, tenía la flauta enredada en el cinto, y un perro dormía sobre sus patas sin que ninguno de los dos pareciera saber el por qué.

— ¿Dónde estamos?

—Cerca de Minsk —respondió un labriego con los ojos hundidos y las manos tan grandes que parecían hechas para arrancar árboles de cuajo.

Y así fue como llegó, sin quererlo ni evitarlo, a ese rincón de la vieja Europa donde el viento tiene acento eslavo y los caminos parecen eternamente cansados. No había buscado nada, como siempre, pero algo se le instaló en el pecho con la persistencia de los recuerdos no resueltos.

Allí, en una posada de techo bajo y sopa espesa, lo encontró.

O más bien, fue él quien lo encontró a Jaluf, porque su hermano Jazir jamás dejaba nada al azar. Alto, delgado como una cuerda tensada, con el violín colgado a la espalda como quien lleva un destino, y los ojos clavados en los demás como si pudiera leer en sus gestos lo que no decían.

—Hermano —dijo Jazir, con esa voz suave que nunca se alteraba, ni siquiera cuando lo rodeaban lobos o tempestades—. Pensé que estarías muerto. O dormido. Que en ti viene a ser lo mismo.

—Y yo pensé que seguirías prestando oro para reyes o tocando tus infernales melodías a las vacas. Me alegra ver que te sigan pagando por hacer sufrir tanto a las cuerdas del violín.

Rieron, como solo ríen los que comparten una infancia de barro y madrigueras. No se abrazaron, porque los cerdos, aun los que hablan y componen baladas, no son dados a los gestos de dulces. Pero se sentaron juntos, pidieron vino —malo, pero caliente— y compartieron pan y queso como buenos hermanos.

Esa noche hablaron largo y tendido…

Recordaron a du hermano el mayor que los guiaba con voz grave, de la madre y su hocico cansado, del campo donde soñaban con ser cualquier cosa menos comida. Hablaron sin mentiras, porque entre hermanos la mentira no sirve más que para adornar lo que ya se sabe. Jaluf habló poco; Jazir, aún menos. Pero entre cada trago y cada pausa, tocaban. Primero el violín, agudo y firme, luego la flauta, perezosa y dulce, y luego ambos, como si entre los dos tejiesen una melodía antigua que ya nadie recordaba, pero que vivía en sus patas y en suscostillas.

En Minsk, nadie los conocía.

Pero esa noche, bajo un techo de madera ahumada, los viajeros que dormían en la posada soñaron con bosques lejanos y madrigales de infancia. Y alguno juró haber visto, en la penumbra, a dos sombras tocando junto al fuego como si no hubieran hecho otra cosa en la vida.

Antes del amanecer, Jazir sacó una pequeña libreta de cuero, deshilachada por los bordes, y escribió unas líneas sin que Jaluf pudiera verlas. Luego guardó el violín, se puso en pie y, sin más ceremonia que una mirada larga, dijo:

— Es un pagaré. Haz crecer tu fortuna en Nisia. Convierte ese lodazal finés en una próspera tierra.

Y se fue.

Jaluf quedó solo, la flauta en la mano y una canción sin terminar en la cabeza. Afuera, comenzaba a nevar.

Pero él no tenía prisa.

Ni casa.

Ni rumbo.

Solo esa melodía nueva, que sabía a hogar.


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