05 En el que Nilsia cae, los hombres de Jaluf enfrentan el sabor amargo de la derrota, y su señor —fiel a sí mismo— les propone la extraña victoria del vino, el canto y la supervivencia, confiando en que la fama alimenta más que las espadas
No todas las historias huelen a gloria.
Algunas, como la que voy a contar, apestan a humo, madera quemada y sopa agria.
Así olía Nisia cuando cayó.
La tomaron de noche.
Los vigías estaban dormidos —o jugando a los dados— y cuando el fuego comenzó a lamer los tejados, las campanas ya sonaban demasiado tarde. Mia Tetifa, esa fiera de mirada torva, entró por la puerta sur con sus secuaces y no dio tregua.
La gente huyó como pudo.
Los que resistieron fueron aplastados.
Y Nilsia, la tierra perezosa donde Jaluf había encontrado su rincón, fue saqueada como si nunca hubiera sido suya.
Jaluf lo vio desde lejos, desde una colina sin nombre —¿o si lo tenía?—, sentado en una roca, la flauta entre los dedos y el alma un poco más pesada de lo habitual.
No lloró.
Pero se le apagó, por un instante, el brillo de la siesta eterna.
—Se la llevaron —dijo, más sorprendido que triste—. Mira tú. Se la llevaron.
Sus hombres, los pocos que no habían muerto ni huido, se agruparon a su alrededor como perros sin sombra. Algunos lloraban. Otros se maldecían. No todos eran soldados. Había borrachos, curtidores veteranos, campesinos esmirriados, domadores de caballos, viejos de barbas blancas, y muchachos que habían empuñado lanzas más por aburrimiento que por convicción.
Muchos decidieron volver a sus casas, a sus campos pisoteados, a recoger lo poco que Mia Tetifa no había destruido.
—Lo intentamos, señor —dijeron—. Pero esto ya no es nuestra guerra.
Jaluf no los retuvo. Sabía que cada cual carga sus propios miedos y que no todos están hechos para la derrota.
Pero otros se quedaron.
¿Por qué? Quizás por costumbre. Quizás porque la alternativa era peor. O tal vez porque sabían que, cerca de Jaluf, siempre había un poco de vino, alguna melodía y, quién sabe, tal vez un milagro escondido en la próxima curva del camino.
—¿Y ahora qué? —le preguntó Veska, el más joven, con los ojos llenos de ceniza.
Jaluf se rascó la barriga, tocó una nota desafinada en su flauta y respondió con la sencillez de quien nunca se complica la vida:
—Ahora vivimos. Como siempre. Como podamos.
—¿Vivir de qué? Ya no tenemos ciudad. No tenemos tierras. No tenemos nada.
Jaluf sonrió, ladeando la cabeza como quien ya conoce la respuesta que los demás temen pronunciar.
—Tenemos fama. Y la fama es más dura que los muros. La fama, muchacho, llena mesas, abre puertas y cierra bocas. Somos los hombres del Flautista. Los que ganan sin pelear. Los que hacen huir ejércitos. ¿Tú crees que la gente de las riberas, de las llanuras, de los pasos del norte, no querrá invitarnos a sus mesas? ¿Alojar a los legendarios finlandeses ya sea por miedo o por respeto?
Los suyos lo miraron. Dudaron. Pero era una duda débil, cansada. La duda de quien ya ha perdido casi todo y se agarra a cualquier cuerda que no huela a muerte.
—Seremos huéspedes ilustres —continuó Jaluf, alzando su flauta como si fuera un estandarte—. Viajaremos, cantaremos, comeremos y beberemos a costa de nuestra propia leyenda. ¡Que las aldeas nos nutran y nos teman! Si la guerra nos ha quitado la casa, que nos pague al menos las copas.
Y así fue como el ejército sin ciudad se convirtió en una banda errante de músicos, cuentistas y bebedores, que recorría las tierras con la seguridad del que ha decidido que la derrota es solo otra forma de vivir.
En las riberas, cuando oían que Jaluf el Flautista se acercaba, las aldeas preparaban mesas, llenaban cántaros y dejaban las puertas entreabiertas.
Unos por respeto.
Otros por miedo.
Y todos, sin saberlo, alimentando la leyenda del cerdo que nunca ganó una guerra, pero tampoco la perdió.
Porque, al fin y al cabo, ¿quién se atreve a negar comida a quien llega con fama y armas a la puerta de tu casa?
Jaluf tocaba, bebía y reía.
Y mientras sus hombres se dormían bajo las estrellas, él miraba al norte, hacia la lejana Nilsia, y murmuraba para sí:
—Quizás no la defendí bien. Quizás no la merecía. Pero mientras la recuerde, no podrán quitármela del todo.
Después, se acurrucaba entre sus mantas, se tapaba hasta las orejas y soñaba con lo único que siempre había sabido hacer: vivir sin prisa.
No hay comentarios:
Publicar un comentario