martes, 29 de noviembre de 2022

El provinciano de Aragón, Sancho Garcés - 15. "De la Hermandad en la isla de Arran." Parte II.

Era una fría mañana de Marzo cuando se descubrió el cuerpo sin vida de uno de los mejores amigos de Sven. Se llamaba Sigmund y provenía de la isla de Åland, como gran parte de los miembros de la Hermandad. Medía cerca de siete pies y no consumía alcohol. Había demostrado no tener piedad con otros paganos y excesiva clemencia con los cristianos. Era un hombre serio pero muy capaz. 

Su cuerpo sin vida apareció cerca de la playa. Fueron un par de niños escoceses, oriundos de la zona, los que dieron con el cadáver. Se entretuvieron orinando el cuerpo y le habían golpeado con un palo antes de que uno de los centinelas lo viese todo desde el Torreón. Al verse sorprendidos gritaron en su idioma una alabanza al Cardenal Simón y echaron a correr a sus penosos hogares. 

Basilio y los últimos doce monjes, pues no habían roto sus votos eclesiásticos, llevaron el cuerpo a un punto seco para examinarlo. El viejo monje pensó en buscar a los niños para que le diesen detalles de cómo estaba originalmente, pero desestimó la idea cuando vio la profunda puñalada que tenía en el hombro. Aunque no era la única marca, en el cuello podía verse un corte poco profundo. Como si le hubiesen intentado degollar con un filo mellado. La cabeza estaba destrozada y no podía ser culpa de los zagales escoceses. 

— ¡Qué no se sepa entre la Hermandad! — ordenó a sus fieles monjes —. Arreglad el cuerpo y mañana lo enterraremos. Extender el rumor de que se cayó por algún acantilado. 

Cuando daba aquellas instrucciones pudo ver a Sven bajar desde el Torreón a la playa maldiciendo en su lengua natal. Basilio colocó sobre el cuerpo una telas que habían bajado para envolverlo. No quería que el muchacho viese las heridas. 

— ¡Ayer tuvimos una reunión! —exclamó Sven cuando llegó. Se arrodilló ante el cuerpo hinchado por el agua y empezó a llorar con amargura—. Nos despedimos después de la misa nocturna.

— Seguramente se fue a un acantilado y con la llovizna de estas tierras resbaló. Suele pasar. 

— ¡Imposible! Le tocaba hacer guardia por los pasillos. Nunca faltaría a su trabajo — se quejó amargamente Sven —. No era pendenciero, no era mujeriego,... Sigmund era lo más cercano a un monje como vosotros. Sólo era fiel a San Atenodoro II y la Hermandad. ¡Le han tenido que matar! 

— De momento —acerco sus labio agrietados al joven y susurró — diremos que se cayó. Hay que descubrir al asesino. 

Basilio apoyó su mano derecha en el hombro del joven líder para darle ánimos. Se avecinaba una verdadera investigación por asesinato. 

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