Allí estaba el hombre plantado mirando una niña con el pelo largo y castaño que le llegaba hasta la cintura. Era bastante guapa. Cara redonda y nariz respingona. Piel morena. Unos ojos castaño verdoso que relucían como el propio sol que le cegaba a él.
Llevaba un vestido blanco con florecillas rojas. Un vestido que llegaba hasta las rodillas y ondeaba con sus movimientos mientras corría por aquel paseo de Pablo Iglesias. Su pelo parecía las olas del mar mientras corría y se reía. Saltaba, jugaba, disfrutaba.
Ella se detuvo al verle un instante. Miró más allá de él con la sonrisa más bonita que nunca habia visto. Una sonrisa que había visto mil veces antes pero en aquella pequeña le hacía temblar el corazón.
—¡Mamá! — exclamó—.
El hombre se giró y vio el vivo retrato de la niña en la mujer que estaba tras él. El corazón se lo habían puesto loco entre las dos. La niña corrió hacia ellos.
— ¡Mamá! ¡Papá!
El hombre se agachó para recibirla. La besó. La estrecho entre sus brazos para no dejarla escapar nunca y dijo su nombre. Ella le miraba con aquella bella carita de indescriptible de felicidad.
¿Cómo la iba a poder olvidar? Aquella criatura era parte de su alma. Era parte y símbolo de su felicidad.
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