Atenodoro II y sus hermanos monjes estaban encerrados en la casa fuerte orando a su Dios. Era la única forma que había de mantener la sangre fría de todo el clero ante las bellezas que danzaban y se contorneaban en torno a las hogueras. Desde que estaban en la isla, ya había al menos tres monjes que habían renegado de su voto de castidad. Se habían comprometido a seguir con el de pobreza y obediencia; pero con esposas encintas y un futuro por crear en aquél lugar, Atenodoro II, le hizo libres del de pobreza. Además tampoco podía castigarlos cuando, él mismo, dudaba de sus creencias. Para evitar más deserciones debidas a la lascivia, las soluciones que habían encontrado eran baños matutinos en el Mar Báltico, trabajo y oración constante
Los fieles soldados asturleoneses. Valientes cruzados en el nombre de Dios que habían cruzado Europa entera con su señor, seguían haciendo entender a lo que quedaba de isla que debía unirse a la Hermandad. Atenodoro II había encontrado otro nombre mejor para lo que estaba creando allí.
La Hermandad de momento le gustaba. Y, había hecho un cartel de madera para la casa fuerte que los niños paganos habían escrito bajo indicación de Basilio.
El cartel rezaba:
¡Bienvenidos a la Hermandad!
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