viernes, 11 de noviembre de 2022

El provinciano de Aragón, Sancho Garcés - 6. "De cómo en Roma se toca lo divino y lo terrenal" Parte 3

Si había otra vida después de la muerte y en ella un ser superior debía juzgarte, a Sancho no le importaba mucho. Era consciente de que ante la duda debía aprovechar al máximo los dones que la Naturaleza o ese Ser Supremo le habían dado. Uno era la inteligencia y su capacidad de aprender; otro era su atractivo físico; y, por último, algo menos tangible, su capacidad de crear confianza. También se podía añadir la falta de cierto sentido moral pero eso ya había quedado patente en más de una ocasión.

La Madre Superiora de las monjas era la mujer más horrenda que alguien podría haber visto en su vida. Su cara arrugada y de nariz ganchuda, sus dientes negros y desgastados, su cuerpo de tonel y faltó de higiene...todo aderezado de su prepotencia y superioridad con el resto del mundo. Era un cóctel explosivo que había acabado con el faldón del hábito en el cuello, roncando como un buey y un Sancho, un poco asqueado de sí mismo, a su lado. Varias horas trotando con aquella mujer le parecía lo más cercano al Infierno, si existía. Desde la tarde hasta bien entrada la noche. La mujer tenía de insaciable lo mismo que de fea. 

El chico tenía en sus manos el manojo de llaves que abrirían los arcones. Así que ya podía ponerse manos a la obra. Se colocó la larga sotana de sacerdote y salió de la habitación de la mujer sin hacer un solo ruido.

Si algo tenían los pasillos en la Santa Sede era que parecían eternos. Ojalá a su muerte no llegase a un infierno tan pulcro y lleno de puertas con una Madre Superiora deseosa de confesión nocturna desde el primer día que la había conocido. ¿En qué celda dormiría la pequeña novicia? Ella, sí que le hacía hervir la sangre y con gusto aceptaría cualquier castigo terrenal o divino. En aquellas semanas le había cogido gran apego a la chica, así que la había mandado hacer una tarea aprovechando que sabía leer. Se la iba a llevar consigo y una vez fuera de Roma la dejaría ser un pajarillo libre con la vida solucionada. A veces, uno tenía su corazoncito. 

Cuando alcanzaba el final del pasillo, se le cruzó el Camarlengo. Lo supo por las ropas de Cardenal y es que solo había 2 cardenales en la Santa Iglesia: Simon el inglés y él. El chico tragó saliva y acarició el águila roja que llevaba colgada en su cuello. 

— Buscaba un sacerdote — le dijo en un tono firme que denotaba su poder. También, se notaba, que estaba tan acostumbrado a dar órdenes a los que estaban bajo su mando que no distinguía a unos de otros. Ver un sacerdote por la Santa Sede ya era indicador suficiente para saber que tenía que ser uno de sus lacayos —. Necesito que vayáis a mis aposentos. Se me ha olvidado el Evangelio de San Juan y está madrugada toca su lectura en el cónclave. El santo y seña de hoy es: Papa Porto y Rosas. Así que daos prisa. 

Sancho asintió. No iba a estar mal aquella orden. Al fin y al cabo, los aposentos del Camarlengo eran unos de los que iba a visitar. El plan era noquear a los guardias pero ahora no hacía falta. El Camarlengo le acababa de dar acceso de una forma poco peculiar. Seguramente con lo viejo que era tenía algún tipo de demencia. Hizo una genuflexión y corrió a las cocinas. No había tiempo que perder. ¿Era una señal divina? ¿Estaba Dios poniendo a su servicio la casualidad? ¿o era Satanás? 

— ¡Por fin! — la voz del Capitán le llegó a su espalda una vez pasó el umbral de la puerta de la cocina. Iba vestido con ropa de guardia vaticano —. Llevamos desde el anochecer con los cojones de corbata. Si llega a venir un guardia de verdad... 

— ¿Estáis todos? — miró al fondo de la estancia y pudo ver a otros siete falsos guardias papales. Le dio el manojo de llaves al capitán —. Busca un arcón de las monjas y ábrelo. Me llevo a cuatro de ellos y traeremos bolsas llenas de oro. Vamos a salir ricos de aquí. 

Sin más conversación y con señas, salieron de las cocinas con un saco de tela cada uno. Al ser bien entrada la noche no había ojos curiosos, solo los guardias haciendo ronda. Pero el Santo y Seña los dejaba quietos, así como la orden de que podían tomar un descanso era obedecida sin rechistar. Parecía que había diferentes contraseñas y la del Camarlengo era la de más autoridad sin importar quien la dijese. Así que Sancho, a medida de robaba todo lo que brillaba, daba vueltas a la idea de que el Camarlengo debía chochear por la edad. Que bien le venía aquello.

Por cada varias habitaciones que veían desocupadas y acababan por saquear, un viaje que se daban los ladrones a los arcones. Pocos obispos iban a verse libres de robo aquella noche. 

— Ya van 5 arcones que pesan como un buey. Con todo lo robado podemos hacernos de oro — advirtió el Capitán —. Además pronto empezarán las oraciones matutinas.

— Quedan un par de habitaciones de obispos. Bien podíamos echar una ojeada — dijo uno de los guardias —.

— Cargad esos arcones en el carro — ordenó Sancho yo voy a hacer un par de cosas —. Vamos a llenar el último.

Sin más conversación y con señas, salieron de las cocinas con un saco de tela cada uno. Al ser bien entrada la noche no había ojos curiosos, solo los guardias haciendo ronda. Pero el Santo y Seña los dejaba quietos, así como la orden de que podían tomar un descanso era obedecida sin rechistar. Parecía que había diferentes contraseñas y la del Camarlengo era la de más autoridad sin importar quien la dijese. Así que Sancho, a medida de robaba todo lo que brillaba, daba vueltas a la idea de que el Camarlengo debía chochear por la edad. Que bien le venía aquello.

Por cada varias habitaciones que veían desocupadas y acababan por saquear, un viaje que se daban los ladrones a los arcones. Pocos obispos iban a verse libres de robo aquella noche. 

— Ya van 5 arcones que pesan como un buey. Con todo lo robado podemos hacernos de oro — advirtió el Capitán —. Además pronto empezarán las oraciones matutinas.

— Quedan un par de habitaciones de obispos. Bien echar un— dijo uno de los guardias —.

— Cargad esos arcones en el carro — ordenó Sancho —. Vamos a llenar el último.

Los cinco hombres volvieron al pasillo pero en esa ocasión, Sancho los dirigió a la biblioteca vaticana que estaba en lo más profundo y recóndito de todo el lugar. No se sorprendieron al ver allí pegada a la puerta a la pequeña novicia, pero si al ver la cantidad de legajos, incunables y becerros. Conseguir el acceso a la novicia le había costado también lo suyo al pobre Sancho: confesar a la Superiora esas semanas, un asesinato a sangre fría y un pato. La técnica del pato nunca fallaba. 

— ¡Maravilloso! — exclamó Sancho —. Ahora los pondremos bajo la protección de la guardia.

— No entiendo porqué hacen falta. Muchos son...

— Shhh — puso su dedo en los labios de ella —. Muchos de los que hay en el cónclave sirven a los intereses sarracenos. El Camarlengo me ha pedido que saque de la ciudad estas cosas. Es una misión secreta. ¿Lo entiendes? — su acompañantes mientras tanto cogían la carga. Los más grandes los ataban y ponían de mochila —. Ahora tienes que tomar una decisión. Quedarte con las monjas o ser libre de vuestra idea de uniros a ellas. Os daremos un nuevo nombre y lugar donde vivir. ¿Qué decís mi amor? Podremos tener una vida juntos lejos de todo este mundo de falsedad y corrupción. 

La chica asintió convencida. Iba detrás de su amado guardia papal. ¿Qué iba a ir mal? Agarró algunos legajos más y les siguió a las cocinas. Al pasar por un pasillo, la puerta a los aposentos de un obispo estaba a medio abrir. 

— ¿Cogemos algo en esta? Es sin duda una señal —señal de qué, se preguntó Sancho pero les dejó entrar —.

Los guardias se llenaban los bolsillos ante la cara ojiplatica de la novicia. Sancho la besó. No había pensando debido a las ganas de huir en que ella iba engañada. 

— Están robando — tartamudeó ella —. ¿Estamos robando?

— No, no, no — Sancho maldijo la señal que había visto su compañero —. Este Obispo es uno de esos que trabaja para el sarraceno. No os preocupéis. Cumplimos órdenes del Camarlengo ya lo sabéis.

— Son los aposentos del buen Rezo — dijo ella —. Puede que sea hasta el futuro Papa. ¿Cómo va a tener tratos con los infieles? ¡Eso es impensable!

Sancho maldijo de nuevo la señal.

— ¡Vámonos! — ordenó y todos salieron por la puerta incluso un pequeño gato —. ¿Qué demonios? No importa. 

Corrieron a las cocinas y el gatito con sus maullidos les seguía. En aquellos momentos estaban cargados como verdaderos ladrones y si les veían todo podía acabar muy mal. Así que Sancho se dispuso a darle una patada al gatito, pero la novicia de interpuso. Cargó los legajos que llevaba a su amado y cogió entre sus brazos al animal. 

— Nos lo llevamos. Así seremos dos los que huimos por ingenuos — y fue la primera vez en el tiempo que la conocía que su voz estaba decidida y dolida por algo.

— Así sea.

Cuando salió el sol el joven subido en el carro, besó el águila roja que le habían dado en Åland. Seguro que aquello era otro milagro inconfesable del Santo. Sujetó después la mano menuda de la novicia para darle ánimos y acarició el gato. Sancho y sus hombres eran ricos y abandonaban Roma para no pisarla nunca más. 

Roma, la ciudad donde se tocaba lo terrenal y lo divino.

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